Al acaudalado padre de Rosalind Franklin (1920-1958), dedicado a la banca en Londres, no le hizo mucha gracia que su hija quisiera estudiar química, e incluso le retiró su asignación, pero el empeño de la joven le hizo cambiar su decisión y correr con los gastos. Se formó así una mente brillante, cuyas aportaciones fueron imprescindibles para el descubrimiento de la estructura del ADN junto a James Watson y Francis Crick.
Pero sus colegas masculinos no fueron precisamente muy elegantes con ella. Para empezar, en el artículo de «Nature» en el que publicaban sus hallazgos, Franklin aparece citada en el último párrafo, en el que le agradecen sus resultados experimentales no publicados e ideas, como si fuera una especie de «becaria». Años después, en el libro «La doble hélice», Watson se refirió a ella diciendo que el mejor lugar para una feminista era el laboratorio de otra persona.
Y añadía párrafos tan impresentables como este: «Estaba decidida a no destacar sus atributos femeninos (…) Habría podido resultar muy guapa si hubiera mostrado el menor interés por vestir bien. Pero no lo hacía (…) Todos sus vestidos mostraban una imaginación propia de empollonas adolescentes inglesas». Por su parte, Crick admitió que Franklin no podía tomar café en la sala de profesores del King’s College porque estaba reservada a los hombres, circunstancia que consideraba, simplemente, una «trivialidad». Pasó mucho tiempo hasta que ambos científicos reconocieran la extraordinaria calidad científica de su colega y pidieran disculpas.
Les concedieron el Nobel junto a Maurice Wilkins cuando ella ya había muerto, y no se otorga a título póstumo.
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